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Por Juan Plazaola
Es frecuente que, al decidirse a publicar un trabajo, su autor se sienta obligado a manifestar con qué intención lo ha escrito, aunque solo sea para evitar que sus presuntos lectores busquen en el libro lo que su autor nunca ha pretendido. Ese es mi caso.
Esta situación es especialmente comprensible cuando la temática que se va a abordar en estas páginas pertenece a ese campo tan amplio y tan problemático como es el mundo del arte y de los artistas, dos términos cuya significación no carece hoy de cierta ambigüedad. Con todo, no quiero extenderme mucho intentando definir y acotar con precisión el campo en el que pueden considerarse encuadradas estas páginas.
Eludiendo cuestiones teóricas como la relación del arte con la Estética, con la que lo identificaban algunos teóricos alemanes del siglo XIX (la «Ciencia del Arte»), o como la que pretende establecer límites claros entre el arte y la artesanía, o como la que (en sentido contrario) niega al arte todo estatus muy específico y esotérico («arte es todo lo que Ud. sabe hacer»), tomo el arte en el sentido más vulgar y ordinario que da a esta palabra el hombre de la calle en la vida cotidiana. Artista es, en estas páginas, el hombre o mujer que se dedica profesionalmente a la elaboración de objetos a los que, habitualmente, se atribuye un valor específico –el artístico– cuya contemplación produce una complacencia también específica –la emoción estética–.
Al decir «contemplación» estoy haciendo ya un primer acotamiento sobre el contenido de mi trabajo, pues, dando a esta palabra su sentido más preciso y concreto, voy a ceñirme a los obras que se encuadran en las que se han llamado «artes mayores», es decir, las tres artes plásticas y visuales de carácter tradicional: la arquitectura, la escultura y la pintura. A propósito de esta división entre artes «mayores» y «menores», quisiera advertir que no carecen de argumentos quienes se niegan a aceptar tal división, arguyendo que la tradición nos ha legado artefactos menudos de orfebrería y otras técnicas que muestran con evidencia la garra del genio. Con todo, voy a atenerme a la división tradicional, que considero justificada por el hecho de que en las artes «mayores» hay un predominio del momento ideativo o inventivo, mientras que en las «menores» lo que predomina es la ejecución o la mecánica.1
Baste esta anotación liminar para comprender que lo que aquí diré tiene algo que ver con la Historia del Arte. Uno de los primeros problemas que se le plantean al historiador del arte es el de identificar el objeto de su estudio, seleccionándolo por su ejemplar calidad de entre ese cúmulo de objetos y monumentos que el arte va creando en el curso de los siglos, y que se van conservando como patrimonio de la humanidad. Con esa intención se inventaron los museos, y con la aspiración a alcanzar esa categoría museística (con la que soñaba Cézanne) se han inventado las galerías comerciales y se van formando las colecciones privadas.
Dicho ésto, añadiré que la historiografía del arte obliga a relativizar cualquier pretensión de objetividad absoluta y permanente que se pretenda atribuir a esta selección del «tesoro artístico» de tiempos pasados y presentes.
Si acabo de referirme al objeto material de nuestra reflexión calificándolo de «tesoro» es porque, conforme a la opinión general, le atribuimos un valor que, al margen de otras finalidades de tipo económico que tiene en la sociedad actual, es esencialmente cultural y humanístico; es decir, contribuye al progreso y perfeccionamiento intelectual, moral y espiritual del hombre.
Pero si podemos considerar que es común y general la idea de que el arte tiene un valor, no es tanta la coincidencia a la hora de precisar las razones por las que se le atribuye ese valor humanístico y cultural. Éste es precisamente el carácter más sugestivo del arte: ese halo de misterio que, más o menos, todos reconocemos que rodea el mundo del arte y de los artistas. El arte puede servir a los seres humanos para muchas finalidades; y no es difícil señalar algunas de ellos. Pero el hecho de que el arte pueda estar o ponerse al servicio de una finalidad (religiosa, política, económica, etc.) no implica que el arte se realice solo cumpliendo una finalidad. Esto es lo que Kant (ese genial inventor de la Estética) quería expresar cuando decía que en el arte (en el «juicio de gusto») había una «finalidad sin fin»; y esto es lo que quieren decir los que con astuta sabiduría preguntan: «Pero ¿para qué sirve el arte?»; a los que habría que responder que el arte sirve para lo mismo que sirve el florecimiento de una rosa, la sonrisa de un bebé o una aurora boreal. En ese «no servir para nada» y, sin embargo, ser inmensamente fecundo para el progreso y bienestar de la humanidad, está ese «misterio» del arte. De ahí la atracción que ejerce sobre el hombre su encuentro con obras humanas en las que se hace evidente la creatividad artística y el interés que merece la historia del arte; de ahí también la constante curiosidad por desvelar la raíz última de ese «enigma» del arte, y el ansia por llegar al meollo de la obra artística, y por conocer el medio más eficaz con el que debemos abordarla.
El objeto de este libro
Al decir ésto estamos ya tocando el objeto de este libro, que no va a tratar del desarrollo histórico de la creatividad artística sino de la metodología con la que el historiador debe acercarse a las obras de arte. Concretamente, cómo mirar una obra de arte plástico, para comprenderla, para gustarla, para apreciarla y para interpretarla.
Han sido muchos y variados los caminos por los que se ha pretendido lograr ese objetivo. Puede decirse que cada historiador , en la medida en que ha pretendido hacer una verdadera y razonada «historia» del arte , ha elegido su camino.
En otro lugar he tratado de la importancia de esta parte de la metodología.2 Y el lector me excusará si ahora recupero muchas de las ideas allí expuestas. En ese manual intenté explicar los diferentes abordajes que permite y a los que parece invitar la contemplación de las obras artísticas. De hecho cada historiador elige uno o varios enfoques para su estudio, y ellos le sirven incluso en el momento de seleccionar las obras que, dentro de ese inmenso patrimonio, merecen ser objeto de su análisis, de su crítica y de su interpretación.
Esta actitud selectiva, crítica y valorativa ante el acervo de productos humanos denominados «obras de arte», ha sido comparado con un cierto talante filosófico. Y no faltan autores que, al adoptar con carácter preferente y aun exclusivo los enfoques a los que he aludido, han considerado su trabajo como «filosofía de la historia del arte».
Desde el siglo XVIII se ha hablado de una Filosofía de la Historia, aplicada al arte. Vico, Herder, Hegel, Marx, Spengler, Toynbee son algunos nombres que merecen recordarse como autores de ensayos considerados como «filosofía» de la historia humana. En el ámbito de esa historia , así sometida al yunque del pensamiento filosófico, no podía faltar la actividad artística. Una filosofía de la historia que quisiera alumbrar la marcha de los hombres y de las sociedades humanas en el curso de los siglos no podía marginar el estudio de los grandes estilos artísticos que jalonan dicha carrera.
Sin embargo, el nombre de Filosofia de la Historia en sentido estricto solo debiera aplicarse, en mi opinión, a un saber o a una ciencia que investigara lo que es la Historia, que estudiara qué tipo de conocimiento implica, cuál es su objeto propio como contradistinto del objeto de otras ciencias, cuál debe ser el procedimiento en su investigación, etc.; sin que ello exigiera analizar las formas concretas y los estilos en los que la creatividad artística se ha mostrado en el curso de los tiempos y en la universal geografía.
Ortega y Gasset, al intentar convencernos de que «no hay historia sin profecía», penetrando así en la naturaleza misma del concepto de historia, hacía «filosofía de la Historia».
En cambio, es dudoso que pueda llamarse filosofía lo que Spengler hacía cuando montaba su teoría de las ocho civilizaciones y afirmaba que «con Miguel Ángel termina la historia de la plástica» y que el Tristan de Wagner es «la piedra gigantesca que cierra la música occidental».
En la era romántica, lo mismo que en los tiempos en los que se vive románticamente, se piensa que es posible determinar, desde dentro del curso de los eventos históricos, unos ciclos o fases de desarrollo que responden a ciertas leyes generales que pueden conocerse y fijarse por deducción (Hegel) o inductivamente (Spengler).
Ante el pensamiento crítico contemporáneo, estas concepciones, si pueden causar admiración por lo que suponen de capacidad mental globalizadora, están desacreditadas, y las razones parecen claras. En principio, no pueden establecerse leyes generales y abstractas sobre la base de hechos transitivos y contingentes, en parte dependientes del azar y en gran parte también dependientes de la libertad humana. El conocimiento histórico se enriquece progresivamente, y en ningún momento, la investigación histórica ha dicho su última palabra sobre los hechos del pasado y sobre su significación. Tras sentar su concepción del «eón barroco» y observar en el pasado la recurrencia de ciertas formas artísticas de carácter muy vago y general, Eugenio d’Ors aventuraba su «profecía»: «Mañana hará clásico», pero sin añadir precisión alguna sobre cuándo empezará ese «mañana».
Admitamos con científica humildad nuestra indigencia profética respecto a la marcha del arte hacia el futuro. A lo que el historiador del arte debiera aspirar es a elaborar una «historia reflexionada», una historia que intente hallar un sentido en la masa, aparentemente caótica, de los hechos humanos.
Toda obra de arte es un documento, algo que nos enseña e informa sobre el hombre. Pero, si es verdadera obra de arte, emplea un lenguaje específico, y posee también un valor singular, y desde la esencia específica de ese valor, tiene una capacidad de expresión propia del arte. Un historiador que no se limite a la simple enumeración y descripción superficial de las obras que él considera artísticas, sino que intente conocer y calificar el valor estético-expresivo de tales obras, y procure conocer no sólo el qué de la obra sino su por qué y su para qué, está en vías de conocer la significación de las obras artísticas. Entonces y sólo entonces empieza a ser auténtico historiador del arte. Y ahí, encuadrado en ese intento de reflexión sobre la historia del arte es donde tiene su sentido y su lugar un ensayo sobre los métodos de acercamiento y abordaje a las obras artísticas.
Pero, antes de entrar a tratar directamente de uno de esos métodos que considero de relevancia máxima –el de la especificidad del lenguaje de los artistas–, juzgo conveniente dar una idea somera de otros métodos, igualmente legítimos y útiles, con los que actualmente se están contemplando y analizando las obras de arte.
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